Números K, con muchas sombras y algunas luces

Por Gastón Rossi | Hay dos miradas posibles sobre la gestión del Frente para la Victoria: la primera es si miramos desde 2003 a 2015. Vemos un crecimiento del 4,5% promedio anual. Pero la perspectiva cambia si tomamos los números de Cristina: retracción y estancamiento del empleo. Temas de la agenda que llega.

Redacción Fortuna

El análisis de la herencia económica que el kirchnerismo lega al próximo gobierno es ambivalente. Aun cuando muy probablemente se trate de la transición presidencial menos compleja de todos los cambios de signo político que tuvieron lugar desde el retorno de la democracia (1983, 1989, 1999, 2001 y 2003), no es menos cierto que los pronunciados desequilibrios macroeconómicos acumulados representan una pesada carga para el próximo gobierno e indudablemente condicionarán su margen de maniobra.

Si bien en 2003 no era para nada obvio el sendero por el cual se terminó moviendo la economía argentina, no se pueden soslayar dos elementos clave sobre los cuales el kirchnerismo apalancó su gestión económica: el beneficio de inventario de llegar al poder con una economía en crecimiento, que contaba con un tipo de cambio real híper competitivo, y un contexto de precios internacionales de las commodities extraordinariamente favorable.

Tomando todo el período como un bloque, la economía se ha expandido a buen ritmo: entre 2003 y 2015 el crecimiento anual promedio del PBI habrá sido del 4,5% anual, por encima del promedio histórico de la Argentina. No casualmente, en el imaginario colectivo la gestión económica kirchnerista está asociada al fuerte crecimiento, a la creación de empleo y al boom del consumo. Sin embargo, si la lupa se centra en el segundo mandato de CFK, el panorama luce completamente distinto: el crecimiento acumulado en el período es nulo (lo que implica una contracción del 3,5% en términos per cápita 2015 vs. 2011), y tanto el empleo como el consumo, si bien en niveles elevados, se han estancado. Así, parados en 2015, la asociación entre “kirchnerismo” y “bonanza” es sólo un recuerdo que no tiene correspondencia con la evolución reciente.

De hecho, si el análisis, en lugar de hacerse contra 2003, año en el cual la actividad todavía sufría los efectos de la megacrisis derivada del colapso de la convertibilidad, se realiza contra el PBI tendencial, vemos que el crecimiento económico del ciclo kirchnerista está incluso por debajo del promedio histórico: si desde 1998 el PBI real hubiera crecido al 3,2% anual (promedio del siglo XX), hoy resultaría 18% superior al PBI real de este año.

La economía dejó de crecer desde que se implementó el cepo cambiario, a finales de octubre de 2011, apenas una semana después de que CFK obtuvo la reelección con el 54% de los votos. La escasez de dólares fue la causa que condenó a la economía al estancamiento: resultado lógico de un país en el cual más del 80% de sus importaciones se utilizan en el proceso productivo. En todo caso, la implementación del cepo fue la consecuencia natural del “pecado original” que tuvo la gestión económica del kirchnerismo: el desinterés manifiesto por la inflación.

En un mundo de baja inflación (en 2014 sólo cinco países estuvieron por encima del 25% anual –Argentina, Malawi, Siria, Sudán y Venezuela–), la Argentina lleva diez años con variaciones interanuales de dos dígitos y en los últimos seis se ha ubicado siempre por encima del 20%. Precisamente, no haberse preocupado por el problema de la inflación es la causa principal que explica buena parte de los desequilibrios macroeconómicos que se fueron acumulando en los últimos años y que deberá afrontar el próximo gobierno.

En primer lugar, la utilización del tipo de cambio como “ancla” nominal para moderar el alza de los precios ha redundado en un fenomenal atraso cambiario: en diciembre el tipo de cambio real multilateral (TCRM) se ubicará apenas 15% por encima del valor existente en diciembre de 2001. Como consecuencia de ello, y a pesar de las trabas a las importaciones, el déficit en cuenta corriente representará el 2,2% del PBI en 2015.

En segundo lugar, la profundización del atraso cambiario agrava la situación del cepo y la escasez de reservas internacionales. En primer lugar, un TCRM “irreal” obliga a mantener las trabas a las importaciones por el impacto que una flexibilización generalizada tendría sobre la actividad y el empleo, especialmente en aquellos sectores industriales intensivos en mano de obra. De forma similar, si el sector privado considera que el tipo de cambio vigente no es sostenible, la remoción del cepo a la venta de dólares impactaría directamente sobre las reservas del Banco Central. Por último, en la medida en que el atraso cambiario obliga a mantener el cepo y genera una brecha cambiaria de magnitud, pospone el ingreso de capitales privados desde el exterior hasta tanto se reduzca sensiblemente la brecha y el TCRM existente sea percibido como sostenible.

En este aspecto, deben mencionarse también las deudas que el kirchnerismo fue generando en los últimos tiempos, que equivalen al 82% del stock actual de reservas y que deberán ser afrontadas por el próximo gobierno: con importadores por demoras en los pagos (US$ 6 mil millones), atrasos con los tenedores de deuda reestructurada con legislación extranjera a partir del fallo de Griesa (US$ 3.300 millones), deuda acumulada por el no giro de utilidades al exterior por parte de las empresas multinacionales (US$ 10 mil millones) y el financiamiento de corto plazo derivado del swap con el Banco de China (US$ 8.200 millones). Todas estas deudas contingentes presionan aún más sobre un nivel de reservas que, en términos netos y en relación con el PBI, se encuentra cerca de los mínimos históricos.

El tercer desequilibrio se vincula con la posición fiscal: el déficit primario neto de ingresos extraordinarios (cuasifiscal del BCRA y rentas del FGS de la Anses) superará el 5% del PBI en 2015, lo que implica un deterioro de 7 puntos del PBI desde que CFK llegó al gobierno. La particularidad es que semejante déficit (equivalente a US$ 30 mil millones) se produce en el contexto de una presión tributaria que está en máximos históricos y con demandas latentes de reducción de impuestos (derechos de exportación a productos que no son la soja, impuesto a las ganancias para la IV categoría, etc.), lo que complica el margen de maniobra.

En relación con ello, el efecto combinado de alta inflación y tarifas de los servicios públicos extraordinariamente bajas ha redundado en un esquema de subsidios a todas luces insostenible: en 2014 totalizaron US$ 27 mil millones (5% del PBI), absorbieron $ 1 de cada $ 5 que gastó el gobierno nacional, e implicaron un gasto que fue diez veces superior al de la Asignación Universal por Hijo. Dado el enorme peso que han cobrado, la bola de nieve generada por los subsidios es otra pesada herencia que deberá afrontar el próximo gobierno y que sólo podrá ser corregida gradualmente.

El cuarto desequilibrio se relaciona con la balanza energética y la inconsistencia manifiesta de la política sectorial: se pasó de un superávit de US$ 6 mil millones en 2006 a un déficit que este año rondará los US$ 4 mil millones, por lo que la “factura energética” implica un drenaje de divisas de US$ 10 mil millones por año, situación que no se modificó luego de la estatización de YPF y que tampoco podrá ser revertida en el corto plazo.

En resumen, la falta de una política antiinflacionaria, el atraso cambiario, el cepo, la escasez de reservas, el déficit fiscal con presión tributaria récord, la factura de los subsidios y el rojo de la balanza energética representan desafíos de magnitud para el próximo gobierno, cuya resolución no luce para nada sencilla ni exenta de costos políticos y económicos.

Más allá de este panorama sombrío, no se puede soslayar dos fortalezas. En primer lugar, el sistema financiero es sólido y rentable, y no posee descalces de monedas, como sucedió durante la convertibilidad. En segundo lugar, la deuda púbica en moneda extranjera que flota en el mercado es extraordinariamente baja (12% del PBI) y el perfil de vencimientos para los próximos años resulta muy favorable. Obviamente, está pendiente la resolución del conflicto con los holdouts (otra “herencia” que tiene un costo de máxima de US$ 24 mil millones), pero el bajo nivel de deuda brinda algún margen de maniobra para el timing de la implementación de las inevitables correcciones fiscales. La fortaleza del sistema financiero y el bajo nivel de endeudamiento son dos variables clave ya que pueden gatillar crisis económicas, tal como sucedió recurrentemente en el último cuarto del siglo XX.

Haciendo un balance en perspectiva histórica, resulta paradójico que el kirchnerismo, a pesar de las notorias diferencias en materia de política económica con el menemismo, haya elegido terminar su gestión con un pronunciado atraso cambiario. Máxime cuando se tienen en cuenta los costos políticos y sociales que debieron pagarse en 2002 para recuperar la flexibilidad cambiaria, y con un contexto externo que profundiza los desatinos domésticos de la cuasi fijación del tipo de cambio nominal: fuerte devaluación de nuestro principal socio comercial, fortalecimiento del dólar en el mundo, caída en el precio de las commodities, menor crecimiento en China, etc. En todo caso, atrasar el tipo de cambio tanto como sea posible parece ser el resultado final de las distintas experiencias populistas que experimentó la Argentina en los últimos 25 años: ya sea el populismo de derecha de los 90 como el populismo de izquierda del ciclo kirchnerista.

Es claro el atractivo político y económico que el atraso cambiario tiene para el kirchnerismo: además de moderar la dinámica inflacionaria en el cortísimo plazo e impulsar el consumo vía la suba del salario en dólares, condiciona enormemente los primeros tiempos de la próxima gestión, que deberá compatibilizar la implementación de un plan antiinflacionario con una corrección cambiaria de magnitud.

Más allá de la normalización de las variables macroeconómicas, el gran desafío que tendrá el próximo gobierno es aumentar la productividad de la economía (tanto del sector privado como del público), que es el factor último que permite incrementar la riqueza de un país en el largo plazo y pagar mejores salarios, y que depende esencialmente de la inversión, la calidad educativa y la infraestructura productiva. Pese a la enorme disponibilidad de recursos de que gozó la gestión kirchnerista (en términos reales los ingresos son hoy casi el triple que en el año 2000), se trata de otro

déficit que legará al próximo gobierno.

*Director LCG Ex secretario de Política Económica.

Nota publicada en la edición impresa del Diario PERFIL.

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