Por Nouriel Roubini* / Una guerra fría entre las dos potencias podría iniciar una división de la economía mundial en dos bloques.
Hace unos años, como parte de una delegación occidental a China, me encontré con el presidente Xi Jinping en el Gran Salón del Pueblo en Beijing. Xi nos dijo que el ascenso de China sería pacífico, y que otros países (en concreto, Estados Unidos) no debían temer que se cayera en la “trampa de Tucídides”, así llamada por el historiador griego que relató de qué manera el temor de Esparta al ascenso de Atenas hizo inevitable una guerra entre ambas ciudades.
En su libro de 2017 “Destinados a la guerra: ¿pueden Estados Unidos y China evitar la trampa de Tucídides?, Graham Allison (de la Universidad Harvard) examina 16 rivalidades históricas entre una potencia emergente y una establecida, y encuentra que 12 terminaron en guerra. Evidentemente Xi quería que prestáramos más atención a las otras cuatro.
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Pese a que ambos son conscientes de la trampa de Tucídides (y saben que la historia no es determinista), parece que de todos modos China y Estados Unidos están cayendo en ella. Si bien una guerra caliente entre las dos grandes potencias del mundo todavía parece una posibilidad remota, una guerra fría es cada vez más probable.
Estados Unidos acusa a China por las tensiones actuales. Desde su ingreso a la Organización Mundial del Comercio en 2001, China recibió los beneficios del sistema internacional de comercio e inversión, pero incumplió sus obligaciones y se aprovechó de las reglas. Según Estados Unidos, China obtuvo una ventaja indebida por medio del robo de propiedad intelectual, la transferencia forzosa de tecnología, subsidios a empresas locales y otros instrumentos de capitalismo de Estado. En tanto, su gobierno se está volviendo cada vez más autoritario mientras transforma a China en un estado de vigilancia orwelliano.
Por su parte, China sospecha que el objetivo real de Estados Unidos es detener su ascenso e impedirle la proyección internacional de poder e influencia legítimos. Los chinos consideran totalmente razonable que la segunda economía más grande del mundo (por valor del PBI) quiera aumentar su presencia en la escena internacional. Y la dirigencia china dirá que su régimen mejoró el bienestar material de 1.400 millones de chinos, mucho más que lo que jamás pudieron hacer los paralizados sistemas políticos occidentales.
Cualquiera sea el lado que tenga más razón, es posible que la escalada de tensiones económicas, comerciales, tecnológicas y geopolíticas haya sido inevitable. Lo que comenzó como una guerra comercial ahora amenaza convertirse en un estado permanente de animosidad mutua. Por eso Estados Unidos está imponiendo grandes restricciones a la inversión extranjera directa china en sectores delicados y emprendiendo otras acciones para proteger el dominio occidental en industrias estratégicas como la inteligencia artificial y el estándar 5G. También presiona a socios y aliados para que no participen en la Iniciativa de la Franja y la Ruta, el inmenso programa chino de construcción de infraestructuras en el continente eurasiático.
Las consecuencias globales de una guerra fría sinoestadounidense serían incluso peores que las de la Guerra Fría entre Estados Unidos y la Unión Soviética. Este último país era una potencia en decadencia con un modelo económico fracasado, pero China pronto será la mayor economía del mundo, y aún seguirá creciendo. Además, Estados Unidos y la Unión Soviética casi no tenían comercio mutuo, mientras que China está totalmente integrada al sistema global de comercio e inversión, y tiene vínculos profundos con Estados Unidos en particular.
De modo que una guerra fría a gran escala podría iniciar una nueva etapa de desglobalización, o al menos la división de la economía mundial en dos bloques económicos incompatibles. En cualquiera de los casos, habría una importante restricción del intercambio de bienes, servicios, capital, mano de obra, tecnología y datos, y el mundo digital quedaría dividido en dos “Internets” cuyos respectivos nodos occidentales y chinos no se conectarían entre sí. Ahora que Estados Unidos impuso sanciones a ZTE y Huawei, China hará todo lo posible por garantizar que sus megatecnológicas puedan obtener insumos esenciales en su mercado interno, o al menos comprárselos a socios comerciales amistosos que no dependan de Estados Unidos.
En este mundo balcanizado, China y Estados Unidos esperarán que todos los otros países tomen partido; y la mayoría de los gobiernos harán malabares para intentar mantener buenas relaciones económicas con ambas potencias. Al fin y al cabo, muchos aliados de Estados Unidos ahora hacen más negocios (en términos de comercio e inversión) con China que con Estados Unidos. Pero en una economía futura donde China y Estados Unidos controlen en forma separada el acceso a tecnologías cruciales como la IA y el 5G, es casi seguro que el terreno neutral se volverá inhabitable. Todos tendrán que elegir, y es muy posible que el mundo entre en un largo proceso de desglobalización.
Pase lo que pase, la relación sinoestadounidense será la cuestión geopolítica clave de este siglo. Cierto grado de rivalidad es inevitable. Idealmente, ambos lados podrían manejarla en una forma constructiva que admita la cooperación en algunos asuntos y una competencia sana en otros. Pero un mal manejo de la relación (si Estados Unidos intenta frenar el desarrollo de China y contener su ascenso, y China proyecta agresivamente su poder en Asia y el resto del mundo), iría seguido por una guerra fría a gran escala, y no puede descartarse la posibilidad de una guerra caliente (o una serie de guerras por intermediarios). En el siglo XXI, la trampa de Tucídides no se tragaría solamente a Estados Unidos y China, sino al mundo entero.
*Profesor en NYU’s Stern School of Business y CEO de Roubini Macro Associates.
Copyright: Project Syndicate, 2019