Conflicto, no, por favor; soy político

Por Francisco Longo *

Redacción Fortuna

Para algunos de nuestros gobernantes, la tranquilidad se ha convertido en el bien supremo.

Vivimos épocas turbulentas. La política se ve obligada, si quiere desempeñar el papel para el cual es irreemplazable, a iniciativas que exigen gestionar serios antagonismos y discrepancias con grupos sociales diversos.

De hecho, esta capacidad para afrontar el disenso y gestionarlo, consiguiendo crear valor público y reduciendo hasta donde sea posible los costes de la confrontación, es una cualidad distintiva del liderazgo político.

Así como la aversión al riesgo sería incomprensible en un emprendedor, la aversión al conflicto es una enfermedad incompatible con la política de buena calidad.

Y, sin embargo, sobran entre nosotros los ejemplos de esta patología.

Hace unos días, un ayuntamiento catalán en delicada situación financiera anunciaba en su web un acuerdo con sus funcionarios para saltarse frontalmente el real decreto ley de diciembre que impone la congelación salarial. Qué importa, debe pensar la alcaldesa, un poco más de déficit a cambio de tranquilidad.

La tranquilidad se ha convertido en el bien supremo para algunos gobernantes. Nuevas generaciones incorporadas a la política en la época de la abundancia aprendieron a gobernar con la evitación del conflicto como norte.

Daba igual si suponía congelar durante décadas la revisión catastral para no molestar a los propietarios de inmuebles, subvencionar a clubs de fútbol en dificultades para quedar bien con sus partidarios o situar salomónicamente una estación del AVE en medio de ninguna parte para no herir susceptibilidades entre dos ciudades.

El asunto induce a pensar en los procesos de formación y socialización de nuestras élites políticas.

Un conocido político proponía hace poco a los suyos cambiar a los líderes que perdían elecciones porque, afirmaba, los votos son la cuenta de resultados (sic) de los partidos.

Otro, no menos prominente, tras abandonar la comunidad autónoma que presidía, dejándola en cabeza del ranking de la ruina, afirmó como toda explicación: "Soy político, no contable".

Los modelos mentales subyacentes a estas dos afirmaciones explican bastantes cosas.

Por una parte, el voto se ha adueñado de casi todo en la política. En los partidos, la demoscopía y sus sacerdotes controlan los aparatos y la deliberación.

El debate interno se centra en el voto, es decir, se vuelve táctico y oscurece hasta casi eliminar la discusión de ideas o propuestas. Como diría Pannebianco, los incentivos selectivos (la carrera política) reducen al mínimo los incentivos colectivos (el discurso afiliativo).

Pero lo peor de todo es que se ha ido abriendo paso la convicción de que todo lo que no sea concesión adulatoria a los grupos de interés hace perder elecciones. A menos conflicto, más votos, sería la ecuación, tan falsa como empobrecedora. Repárese en la baja autoestima de un liderazgo que se declara, de entrada, incapaz de llevar la contraria a nadie.

Por otra parte, la cara amable de la política hegemoniza el imaginario de quienes la ejercen. La política tiene que ser algo simpático, próximo. Ser político significa escuchar, acoger y no dar malas noticias. El político forjado en la burbuja aspira ante todo a ser querido. No está preparado para gestionar el hecho de no serlo por alguien, salvo por sus adversarios. El narcisismo hedonista que, según Lipovetsky, impregna los comportamientos del individuo posmoderno ha arrasado también entre nuestras élites políticas.

Como es lógico, los grupos de interés captan la aversión de los políticos al conflicto y la explotan. Como sus colegas del metro de Bilbao antes de Navidad, los empleados de TMB anuncian ahora en Barcelona una huelga-chantaje para los días en que puede hacer más daño a sus conciudadanos.

Numerosos precedentes darían la razón –dejando a salvo otras consideraciones– a quienes defienden esos métodos de obtener concesiones. ¿Cómo, si no, en la primera década del siglo los salarios públicos habrían crecido en España un 144% para una inflación acumulada del 46%, mientras en Alemania la subida salarial durante el mismo periodo fue del 5%? ¿Cómo podría la jornada promedio de trabajo en las administraciones españolas haberse convertido, en esos mismos años, en la más baja dela Unión Europea?

No propugnamos, entiéndase bien, insensibles cirujanos de hierro, bomberos pirómanos ni ejecutivos camorristas. El manejo prudente de las tensiones sociales es un atributo imprescindible de quien gobierna en contextos de crisis. Hablamos de incorporar al ejercicio de la política a líderes capaces de trasladar a las sociedades necesidades de cambio frecuentemente dolorosas. Dispuestos a hacerlo de manera empática y compasiva, facilitando –como diría Heifetz– los procesos adaptativos, pero sin pretender evitarle a la gente el trabajo ni ocultarle los sacrificios a cambio de ejercer el poder con más tranquilidad.

Ha escrito Barack Obama que la emoción más destructiva para un político no es la ambición ni el sectarismo, sino el miedo. Afrontar su miedo al conflicto es un desafío pendiente para muchos gobernantes. Si no son capaces de superarlo, ¿para qué los queremos?

* Director del Instituto de Gobernanza y Dirección Pública de ESADE Business School Barcelona.