Cuando las cosas no tienen precio

Cuando el aumento generalizado y sostenido de los precios, se hace tan grande que la moneda desaparece, desaparecen con ella los precios de los productos. Galería de fotosGalería de fotos

Redacción Fortuna

Por Eduardo Remolins (*) | Hay momentos en que las cosas no tienen precio. Miren que no estoy diciendo que hay cosas que no tienen precio. Son ideas diferentes. Que hay cosas que no tienen precio es, al estilo del comercial de Mastercard, reconocer que ciertas experiencias van más allá del dinero. Por ejemplo: “Pelota de fútbol: $100. Jugar con tu hijo: no tiene precio”.

Por el contrario, que en ciertas ocasiones las cosas no tienen precio, no tiene nada que ver con el producto en sí, significa que ha dejado de funcionar (al menos parcialmente), el sistema de precios. Situación económica extrema que en este maravilloso laboratorio económico que es Argentina ya tuvimos la dicha de experimentar.

Cuando el aumento generalizado y sostenido de los precios (a.k.a. inflación), se hace tan grande que la moneda desaparece, desaparecen con ella los precios de los productos. Esto parece extraño pero, como dije, ya nos sucedió. Es más, me sucedió a mí personalmente.

En Julio de 1989 yo era el administrador de un hotel y como tal estaba a cargo de ciertas reformas en parte del edificio. Me encargaba personalmente de muchas de las compras de materiales y en esa actividad me sorprendió la hiperinflación de ese año.

Ese mes los precios subieron un sorprendente 189%. Si, sólo en un mes. Y un día de ese mes histórico, yo estaba en una casa de venta de revestimientos intentando comprar papel para algunas habitaciones.

Cuando pregunté el precio al encargado, la respuesta me sorprendió:

- No tiene precio.

Pregunté de nuevo, confundido.

- No tiene precio. No puedo vendértelo.

- Poné el precio que quieras. Lo necesito.

- No me entendés. Si te lo vendo, al precio que quiera, no sé si mañana puedo reponer el stock. No sé a qué precio me lo van a vender a mí.

Yo hacía dos años que había comenzado a estudiar la licenciatura en Economía y ahí tenía, frente a mí, uno de los fenómenos económicos más raros que se hayan descrito, algo que mis futuros colegas de todo el mundo tenían que conformarse con estudiar en los libros. Giles. Yo lo experimentaba de primera mano. Me sentí un privilegiado.

Esa semana me pasó lo mismo en otros negocios y otros tantos productos. No había precio. Yo ya sabía que había una relación entre esa desaparición de los precios y algo que me había sucedido en el banco: había hecho por primera vez un depósito a plazo fijo por tres días. Así es, el gobierno, desesperado por dar incentivos a los ahorristas para que mantuvieran sus australes (la moneda de la época), que se derretían como helados en el Sahara, permitía a los bancos que ofrecieran colocaciones financieras a tres día de plazo con unas tasas de interés tan ridículamente altas como la inflación de aquellos días. En esa época, nos sentíamos como estudiantes de medicina que de día experimentaran en sus cuerpos las enfermedades que estudiaban por las noches.

Estos dos hechos inusuales estaban conectados en tanto mostraban, en vivo y en directo, cómo se desintegra una moneda.

La moneda, aquel objeto sucio y despreciable que había hecho que la humanidad se volviera codiciosa y decadente. Maldita la hora en que la inventamos. O eso, por lo menos, es lo que mucha gente piensa. Siempre me llamó la atención ese argumento pintoresco que se usa para glorificar alguna cultura antigua, a veces desaparecida. El razonamiento suele presentarse como sigue: “El pueblo tal y tal tenía un grado de avance significativo en astronomía, dominaban el cultivo con riego y además... (y aquí viene el remate) ¡no tenían dinero!”. La persona que ilustra sobre la cultura antigua expresa esta última parte, la ignorancia del dinero, con una sonrisa de satisfacción y abriendo los brazos con las palmas hacia adelante, como diciendo: “¿no es maravilloso?”.

Claro, claro. Es maravilloso. Porque eso supone que esa sociedad no tenía ninguno de los “males del dinero”. O sea, su pueblo, al no tener acceso a sucias monedas o billetes, no sufría la tentación de la codicia y todos se dedicaban alegremente a intercambiar bienes con sus vecinos a través del trueque, modalidad de intercambio que, como sabemos, es infinitamente más espiritual y pura.

Aparentemente hay algo antropológicamente glorioso en que, en determinada cultura, si un agricultor que produce remolachas quiere un gorro de lana, tenga que buscar un vendedor de gorros que justo en ese momento se haya antojado de remolachas... o hacerse el gorro él mismo. La sutileza del argumento me lo hace algo esquivo, pero supongo que luego de meses de leer y releer El Capital y meditarlo en silencio, uno se va iluminando.

Como esta sabiduría me está aún vedada, yo aún sigo pensando que la codicia, la generosidad o la solidaridad, como cualquier virtud o ausencia de ella, son atributos humanos y no de un sistema económico o monetario. En otras palabras: la gente puede o no ser codiciosa, con o sin moneda.

El dinero, básicamente, es una herramienta. Que sirve para tres cosas: para comprar bienes (medio de cambio), para ponerle precio a las cosas (numerario) y para ahorrar (reserva de valor). Históricamente, muchas cosas han servido como dinero, desde la sal o el ganado, hasta los cigarrillos en la cárcel, pasando por supuesto por infinidad de metales.

Cuando algo se convierte en dinero, generalmente lo hace porque se comienza a utilizar como medio de cambio. Se paga en esa especie. Por ejemplo, se paga una choza o un terreno de cultivo, con animales.

Naturalmente, cuando eso sucede resulta conveniente nominar el valor de todas las cosas en esa especie. Es decir, expresar su valor en unidades de esa nueva moneda. Una choza, por ejemplo, pasa a valer dos cabras y una parcela de cultivo, cuatro.

Finalmente, hace su entrada la tercera función: la nueva moneda se usa para acumular valor, la riqueza de quién lo posee. En este caso, la gente ahorra comprando cabras.

Como se puede ver en este ejemplo, el hecho de que algo se convierta en dinero está relacionado con su practicidad para cumplir estas funciones. Reconozcámoslo: una cabra no es necesariamente la mejor forma de acumular valor (en comparación con el oro, por ejemplo), ya que es un ser vivo que nace y muere. Mantener un stock de oro es más sencillo y más práctico que un rebaño de animales. Lo mismo pasa con las otras funciones. Es deseable, por lo tanto, que el dinero sea fácil de transportar, divisible, fácil de almacenar, etc.

En definitiva, la evolución histórica ha hecho que diferentes productos se hayan transformado en monedas en distintos períodos. Como casi todas esa monedas tenían antes de serlo un valor intrínseco (los animales, cigarrillos, la sal o el oro, tienen un valor como producto aunque no se transformen en moneda), uno tiende a asociar al dinero con una mercancía que tenga algún valor.

La verdad es que no tiene por qué tenerlo. Mientras cumpla con las funciones del dinero cualquier cosa puede serlo. Bitcoin es una moneda virtual que no tiene ningún valor intrínseco (aunque cueste “producirla” sigue siendo un conjunto de unos y ceros en un grupo de computadoras), pero tiene varias ventajas para cumplir las funciones del dinero.

Es una moneda que permite hacer transacciones anónimas, está libre de comisiones, es segura y se transfiere instantáneamente. ¿Por qué se le critica tanto que no tenga un valor intrínseco? Creo que en parte como reflejo de la forma en que se ha combatido el abuso y la destrucción de las monedas que han hecho innumerables Estados.

El financiamiento de déficits públicos con emisión monetaria ha dado origen a casos de inflación de diverso grado, incluso a los pocos y llamativos casos de hiperinflaciones, como en Argentina. Históricamente ha habido una tendencia a exigir mayor disciplina monetaria a los gobiernos pidiendo que se vincule la cantidad de moneda a algún stock de mercancías, como el oro por ejemplo.

Pero no es en realidad el valor intrínseco del oro lo que defiende el valor de la moneda, es mas bien su stock limitado, que le pone límites a la emisión monetaria del gobierno. Si no incremento mis tenencias de oro, no puedo emitir más dinero porque no tendría “respaldo”.

Esta limitación, sin embargo, puede lograrse de otras formas. Bitcoin tiene una regla de emisión, que es transparente y que incluso tiene un tope máximo. Una cantidad límite de bitcoins que pueden ser emitidos. Si esta regla es respetada, el efecto es el mismo que si hubiera una equivalencia entre bitcoins y un stock de oro o plata de respaldo.

Por supuesto, si la percepción de una parte de la población es que el dinero es intrínsecamente malo y el trueque (el intercambio de bienes físicos) “bueno”, una moneda que es por definición no material (no hay ni siquiera billetes) y no tiene ningún respaldo (ni la firma de un banco central en los billetes), sería algo así como el Darth Vader del mundo monetario. La maldad encarnada.

Pero volviendo a las funciones del dinero, lo interesante es que en una hiperinflación, cuando la moneda literalmente desaparece, el dinero va a abandonando sus tres funciones en orden inverso. Primero deja de ser reserva de valor: comenzamos a ahorrar en bienes, en dólares o en cualquier otra moneda que sea más o menos estable. Después, deja de ser el numerario: los precios de las cosas comienzan a ser expresados en dólares o en otras monedas. Mi casa vale xx dólares (o euros o yenes), más allá de que acepte que me la pagues en pesos. Su valor está fijado en otra moneda. Finalmente, la moneda deja de ser un medio de cambio. No sólo expreso el valor de mi casa (o de un libro, o de un rollo para empapelar la pared), sino que no acepto a la moneda como medio de pago. No la quiero porque la velocidad con que pierde su valor es tal que no tendría tiempo de quitármela de encima (comprando otros bienes o divisas), antes de sufrir una pérdida de valor.

Es como si se fuera desintegrando progresivamente. Capa tras capa de sus funciones, de su utilidad, la van abandonando, para dar paso al magnífico mundo del trueque, ese maravilloso invento del Neolítico, que aún nos acompaña para remediar los males del capitalismo.

Ahora que estamos nuevamente probando la resistencia del sistema monetario, generando una inflación anual de 40%, uno se pregunta si las nuevas generaciones de economistas tendrán el mismo privilegio que nosotros: experimentar qué sucede cuando se desintegra el dinero. No lo sabemos a ciencia cierta. Lo que sí sé es que algunas crisis no tienen precios. Para todo lo demás existe Mastercard.

Eduardo Remolins

(*) Eduardo Remolins es economista especializado en Management de la Innovación, Master in Technology and Innovation Management, Sussex Universitiy Master en Economía, UTDT y autor del libro "La Primera Venta del Emprendedor".

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