El colapso climático y la agonía de los combustibles fósiles

Las advertencias del secretario general de las Naciones Unidas son llamados de atención casi desesperados, sobre la indiferencia general, ante lo que –sin tremendismo alguno– aparece como la antesala de un desastre a escala mundial.

Américo Schvartzman*

Qué se hace por el cambio climático

“Algunos gigantes petroleros vendieron la gran mentira, y al igual que en su oportunidad la industria tabacalera, los responsables deberán rendir cuentas”.

“Nos estamos acercando al borde del abismo. Corremos el riesgo de cruzar el umbral en el que podemos evitar el cambio climático desbocado. Habría consecuencias desastrosas para los seres humanos y todos los sistemas naturales que nos sostienen”.

“Estamos avanzando en una carretera hacia un infierno climático y lo que hacemos es apretar con el pie el acelerador”.

“Estoy aquí para dar una señal de alarma: el mundo debe despertar. Estamos al borde de un abismo y avanzamos en la dirección equivocada”.

“Los productores de combustibles fósiles y los que los apoyan siguen aumentando la producción, a sabiendas de que su modelo económico es incompatible con la supervivencia de la humanidad”.

Las frases que anteceden no salieron del discurso de un extremista ambiental ni de un profeta apocalíptico. Las viene pronunciando Antonio Guterres, secretario general de las Naciones Unidas, desde que asumió la máxima investidura de esa organización.

Los “simpáticos inoperantes”. En una tira de Mafalda que ya cumplió cincuenta años, Miguelito definía a la ONU como “los simpáticos inoperantes”. La aguda percepción de Quino captó así la esencia de esa construcción supranacional, anticipada por Kant en La paz perpetua, pero a distancia sideral de las expectativas del filósofo crítico.

De los diez secretarios generales que la ONU ha tenido, Antonio Guterres es el que más se ha empeñado en revertir la definición mafaldiana. Quizá no lo de “inoperante”, ya que la maquinaria burocrática de la organización tiene un poder cercano al cero en relación con las decisiones de las clases dominantes de los países centrales. Pero sí en lo de “simpático”, única consecuencia de la energía que Guterres le pone al tema ambiental. Al menos para los poderosos, Guterres es cada día más antipático. Pero las verdades que dice no le importan a (casi) nadie.

Los peores escenarios. Cuatro años atrás, Guterres había dicho: “Lo alarmante es que nos lo advirtieron. Los científicos llevan décadas diciéndonoslo. Una y otra vez. Demasiados líderes se han negado a escuchar. Muy pocos han actuado con el enfoque que demandan los científicos. Estamos viendo los resultados. Nos estamos acercando a los peores escenarios que predijeron los científicos”.

Guterres se refiere a los reportes del GEO-6, que hablan de la inminencia de un colapso ambiental. Los reportes GEO son informes publicados periódicamente por el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (Pnuma). El primero es de 1997 y cada nuevo reporte actualiza advertencias y enciende alarmas. El sexto GEO, de 2019, contó con el trabajo de 250 especialistas de más de setenta países, y sus términos fueron inusualmente duros: advirtió que en las próximas décadas se producirán transformaciones globales de enorme impacto, que profundizarán la destrucción de ecosistemas y especies y producirán un colapso alimentario para la humanidad, que llevará a la muerte segura a millones de personas en diferentes continentes, pero especialmente en Asia, África y Oriente Medio.

Ese panorama catastrófico requiere urgentes y drásticas medidas, y a él se refiere Guterres cuando señala que la ciencia “lleva décadas diciéndonoslo”.

El umbral. Cruzar el umbral de irreversibilidad no significa que esos escenarios se producirán la semana que viene, sino que ya no podríamos hacer demasiado para impedirlos en un futuro inmediato. De hecho, la acumulación de eventos climáticos extremos lo está anunciando casi todos los días.

El titular de la ONU insiste en que es posible poner freno a las emisiones de carbono, que calificó como “suicidas”. Para eso es necesario reemplazar la producción de energía con energía limpia hidroeléctrica, solar y eólica. Casi nada: toda la producción de energía está en juego. “Tendremos que repensar cómo calentaremos, enfriaremos y alumbraremos nuestros edificios para que desperdiciemos menos energía”, dijo Guterres. Para favorecer la transición, el secretario general de las Naciones Unidas propone acabar con los subsidios a las energías procedentes de combustibles fósiles y tasarlas, mientras se ponen en marcha incentivos a las renovables e impuestos para quienes producen las emisiones.

Pero nadie en el mundo, entre quienes deciden, le da la menor importancia: esa es la realidad dura e impasible. Cada Estado hace lo que puede para producir más energía de manera tradicional y el descubrimiento de yacimientos de petróleo, gas y carbón sigue siendo visto como una enorme oportunidad de riqueza, en contra de lo que la racionalidad ambiental sugiere (es decir como una condena a muerte).

Nuestro país no escapa a la regla. Cuando dejamos de lado las irrelevantes discusiones que proponen de ambos lados de la grieta, desde ambos se escucha como un mantra, una apelación a “la salvación”, el nombre de Vaca Muerta.

 

Problema de otros. La pregunta es inevitable: ¿cómo frenar la maquinaria mundial que depende de petróleo, gas y carbón? Parece imposible. Sin embargo, varios países comenzaron a hacerlo hace ya varios años. En ciertos casos por necesidad: algunas de esas naciones son pobres en gas, petróleo o carbón y por eso apostaron hace tiempo a sustituir su matriz de energía. La pandemia primero y la aventura de restauración imperial de Putin en Ucrania después cambiaron el escenario. Países como Alemania, que habían apostado a las energías renovables, vuelven sobre sus pasos, aunque argumentan que es solo de manera temporal: a mediados del año pasado aprobó volver a operar a las centrales eléctricas en base a carbón y petróleo.

Con la guerra como pretexto o no, el problema no hace más que agravarse, porque tiempo es lo que no sobra: para lograr en 2030 que las emisiones de CO2 se reduzcan a la mitad habría que comenzar ya mismo a reemplazar la matriz de producción de energía basada en hidrocarburos, principal causante del problema. Nadie cree que eso sea posible, salvo que se produzca algún tipo de rebelión ciudadana mundial, que –como también lo ha insinuado Guterres– obligará a las elites políticas, y sobre todo económicas, a cambiar el rumbo. Quizá por eso ha recibido y prohijado a Greta Thunberg y sus pares activistas, que pocos días atrás estuvieron en Davos para acusar a las caras allí presentes de ser las causantes de la continuidad del drama.

Fósil, pero más que vigente. Toda la civilización humana contemporánea está basada en esa matriz energética: los combustibles fósiles. Y si bien las tecnologías para sustituirla están disponibles desde hace mucho tiempo (las primeras plantas de energía solar se fabricaron hace más de un siglo) y se han expandido mucho, los avances son casi insignificantes a escala global. Siguen siendo un puñado los países que reemplazaron parcial o totalmente su matriz energética: Islandia, Noruega, Ecuador, Suecia, Costa Rica, Uruguay, Dinamarca…

Europa es a la vez la principal causante del problema, al descubrir y potenciar la forma de producción energética que utiliza toda la humanidad, y el modo de vida que genera el derroche de recursos. Y al mismo tiempo, es el continente con mayor avance en energías renovables, aunque los hechos concretos siguen siendo muy modestos: en 2020 (último año con datos) totalizaron el 22,1% de la energía consumida.

Es cierto que las energías renovables han crecido en los últimos años en todo el planeta. Pero el ritmo de crecimiento es lento, y además, al mismo tiempo se incrementan esfuerzos para seguir produciendo energía mediante combustibles fósiles: de eso se trata el fracking. Las dirigencias no parecen comprender la gravedad del asunto: como depredadores sin conciencia, se sigue apostando a exprimir el subsuelo hasta que lleguemos al abismo del que habla Guterres. Por más que cien Premios Nobel han pedido públicamente “dejar el petróleo, gas y carbón en donde están”, es decir frenar todo nuevo proyecto extractivo, y reemplazar los existentes. Solo eso puede evitar el abismo, que además (advierten) va a empezar a ocurrir mucho antes de que se terminen las reservas de combustibles fósiles.

¿Y por casa cómo andamos? De nuevo, no es problema de otros: en la Argentina, la casi totalidad de la dirigencia política, social y económica se llena la boca hablando de Vaca Muerta –el gran reservorio de petróleo y gas al que apostaron tanto el gobierno anterior como el anterior a él y el actual–, a la que ven como la salvación futura, sin comprender que ahí mismo reside la cuestión. Se festeja que hay reservas para alrededor de doscientos años, y no se registra que mucho antes estaremos enfrentando problemas de una severidad que no parecen comprender.

En 2021, las fuentes renovables generaron un 13% de la energía que demandó el sistema eléctrico argentino, tres puntos por debajo del 16% que planteaba la Ley 27.191 para ese año. En la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (COP26), en noviembre último, la Argentina se comprometió a “desarrollar el 30% de la matriz energética nacional con energías renovables”. Es algo, pero sigue siendo muy poco en relación con lo dramático de la situación. Y (visto kantianamente), ¿con qué cara le pedimos al resto del mundo algo distinto a lo que hacemos?

El reclamo de Petro. Hace pocos días, el presidente colombiano, Gustavo Petro, propuso ante el Foro Económico Mundial, en Davos, que las decisiones de las conferencias o cumbres anuales de la ONU sobre cambio climático sean vinculantes y no solamente sugerencias.

“Las COP deberían tener poder vinculante, es decir que sus decisiones sean órdenes. El Tratado de la Organización Mundial del Comercio (OMC), si se evade por alguna razón, tiene una sanción; en cambio, lo que deciden las COP son sugerencias que un gobernante puede tener o no en cuenta, son apenas consejos. ¿Por qué un TLC sí es vinculante y las decisiones para salvar al planeta no?”, declaró con lógica inobjetable, pero con resultados nulos.

El último informe del IPCC (de 2019) asegura que los gobiernos de todo el mundo deben hacer “cambios rápidos, de largo alcance y sin precedentes, en todos los aspectos de la sociedad” para evitar el desastre. Según Joyce Msuya, directora ejecutiva de ONU Medio Ambiente: “Nos encontramos en una encrucijada. ¿Continuamos por nuestra ruta actual, que nos llevará a un futuro sombrío, o escogemos el camino del desarrollo sostenible? Esa es la elección que deben hacer nuestros líderes políticos, ahora”.

“Se está acabando el tiempo para prevenir los efectos irreversibles y peligrosos del cambio climático. A menos que se reduzcan radicalmente las emisiones de gases de efecto invernadero, el mundo está en vías de superar el umbral de temperatura establecido en el Acuerdo de París (…). Ello hace que el cambio climático tenga repercusiones ambientales, sociales, de salud y económicas de alcance mundial”, se lee en la página 10 del informe GEO-6.

Ya está aquí. El hecho es que para dramatizar menos se habla de “cambio climático”, y no de colapso. Y se asume que ya está aquí y es irrefrenable: numerosos países ya han creado estructuras burocráticas destinadas a “adaptarse” o “mitigar” el cambio climático. Frenarlo, parece, es una utopía. Imposible no recordar a Frederic Jameson: el discurso del pensamiento único ha penetrado tanto que para el común de los mortales es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo.

En la Argentina, desde 2019 hay un Plan Nacional de Adaptación y Mitigación al Cambio Climático al 2030, que se propone “generar respuestas coordinadas que adapten a los territorios, ecosistemas, sectores y comunidades vulnerables frente a los impactos del cambio climático”. Y es el mismo gobierno que apuesta todo a Vaca Muerta. Eso sí, de acuerdo a la Ley de Promoción de Inversiones Hidrocarburíferas que impulsa el Ministerio de Economía de la Argentina, el 1% de los derechos de exportación se usará para crear un fondo con asignación específica para premiar proyectos con menor impacto ambiental, que faciliten el camino hacia la transición energética.

Es decir: vamos a producir más contaminación por hidrocarburos, pero vamos a usar un 1% de la renta que produzca para ver si algún día reemplazamos los hidrocarburos. Una muestra clara de la irracionalidad de la economía que se nos pretende presentar como la única racionalidad posible. Parece producto de la imaginación de algún Peter Capusotto de la ciencia ficción ambiental.

*Periodista.

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