La tecnología seguirá avanzando, pero las compañías que triunfen serán aquellas que sepan usarla para poner a las personas en primer lugar.
En esta era de la automatización masiva y la inteligencia artificial omnipresente, los servicios de las organizaciones corren el riesgo de convertirse en una mercancía uniforme. Casi sin darnos cuenta, interactuamos a diario con chatbots, contestadores automáticos y algoritmos que procesan nuestras solicitudes. Estas herramientas, cada vez más simples y económicas, aportan eficiencia y rapidez, pero a menudo sacrifican algo fundamental: el toque humano. Paradójicamente, cuanto más se tecnifican los canales de atención, más se empieza a revalorizar la atención personalizada y el contacto humano. No es mi intención proponer que no se use IA en los canales de atención, quiero ser taxativo: El desafío no es usar IA, el desafío, es que no se note.
Impulsadas por la promesa de reducir costos y ganar agilidad, muchas empresas han volcado en la última década su atención al cliente hacia sistemas automatizados. La pandemia aceleró este giro digital: proliferaron los asistentes virtuales, las aplicaciones de autoservicio y las respuestas predeterminadas para casi cualquier consulta. Al principio, los usuarios celebraron la comodidad de obtener respuestas inmediatas a toda hora. Sin embargo, con el tiempo emergió la otra cara de esta eficiencia: la frustración ante interacciones frías y rígidas, la frustración de no lograr hacer entender al asistente automatizado que tu problema no está en su lista de FAQs.
Los datos respaldan esta intuición. Una encuesta reciente en Estados Unidos reveló que el 93% de los consumidores prefiere tratar con un agente humano antes que con un sistema de inteligencia artificial cuando busca resolver un problema. Creo, sin embargo, que esto es un fenómeno que representa más a los boomers y milenials que a la generación z. Es muy probable que, esa nueva generación de futuros adultos que deberán hacer trámites, haya aceptado naturalmente la atención automática.
Donde creo que, el mercado oscilará, cual corrección pendular, es en el esfuerzo de la diferenciación. Porque cuando 9 de cada 10 organizaciones hayan implementados LLMs para la interacción con sus usuarios, en ese lenguaje obsecuente y condescendiente tan típico de los modelos de IA, resurgirá como diferencial, la atención humana personalizada, pero ya no como canal por defecto en una sucursal física, sino como un servicio premium al que sólo un segmento especial de los clientes podrá acceder.
Estos hallazgos, consistentes en prácticamente todos los grupos de edad, refuerzan la idea de que la gran mayoría del público busca en última instancia la empatía y comprensión que solo otra persona puede brindar. Otro estudio muestra que aproximadamente el 72% de los consumidores teme que la creciente adopción de IA haga cada vez más difícil contactar a un agente humano, reflejando el viejo dilema entre la búsqueda empresarial de eficiencia y el anhelo del público por el toque humano en una atención memorable.
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Expertos en tecnología y experiencia del cliente coinciden en este diagnóstico. “Cuando la IA se vuelve omnipresente, el toque humano se convierte en algo raro. Y las cosas raras se vuelven valiosas”, declara el especialista en marketing digital Jay Baer, quien sugiere redoblar la apuesta por lo humano en la atención y comunicación – es decir, reintroducir deliberadamente más humanidad en la interacción con el cliente – como estrategia de diferenciación. Su planteamiento parte de la premisa de que la adopción generalizada de la IA nivelará el terreno tecnológico entre competidores, haciendo que la verdadera ventaja competitiva provenga de cualidades netamente humanas: la empatía, la personalización y la calidez en el trato.
Algunas empresas ya están tomando nota. Una reconocida cadena minorista canadiense, por ejemplo, implementó recientemente una “caja lenta” en sus supermercados: una fila especial para clientes que prefieren ser atendidos por un cajero con quien puedan entablar conversación con calma, en lugar de apresurarse por la vía de autopago. La idea puede sonar a contracorriente en tiempos donde todo apunta a la inmediatez, pero ha sido bien recibida por un sector del público que valora ese contacto personal. De hecho, esta solución contenta a todos: los que desean charlar disponen de su espacio sin prisas, mientras quienes tienen apuro pueden usar las cajas rápidas sin toparse con “conversadores”. En el ámbito financiero, un banco adoptó un enfoque similar para celebrar logros de sus clientes: antes enviaban automáticamente una carta genérica cuando alguien terminaba de pagar su hipoteca; ahora un gerente llama personalmente, invita al cliente a la sucursal y le entrega un pequeño obsequio. El costo de tales atenciones es relativo en el corto plazo, pero el valor que generan en lealtad, recomendaciones y diferenciación es inmenso.
Cabe aclarar que reivindicar lo humano no implica renegar de la tecnología. Se trata, más bien, de usarla inteligentemente para potenciar las interacciones personales, no para eliminarlas. En un boletín de McKinsey, una médica comentaba que utiliza sistemas de inteligencia artificial para redactar notas y sintetizar datos de los exámenes de sus pacientes, lo que le ahorra tiempo administrativo que luego puede dedicar a escuchar y dialogar con quienes atiende. “Ahora soy una mejor persona, y una mejor doctora”, confesaba, atribuyendo a la herramienta digital el haberle permitido enfocarse en el aspecto más humano de su labor. Esta anécdota, lejos de ser aislada, reflejó una filosofía emergente en múltiples sectores: la tecnología debe liberar a las personas para que las personas hagan lo que mejor saben hacer: conectar con otras personas. En la práctica, esto se traduce en delegar en la IA las tareas repetitivas, predecibles o de baja carga emocional (por ejemplo, rastrear un pedido o cargar una orden de compra), y reservar la intervención humana para los momentos que de verdad importan: resolver un caso complejo, atender una queja delicada o brindar contención y asesoramiento empático cuando alguien lo necesita.
Es cierto que la tolerancia del público hacia la IA aumenta en la medida en que esta demuestra su eficacia. Las generaciones más jóvenes, nativas digitales, tienden a sentirse más cómodas interactuando con bots en ciertas situaciones. De hecho, un estudio sugiere que hacia 2030 a la mitad de los consumidores no le importará si quien atiende su consulta es una máquina o una persona, siempre y cuando el problema se resuelva de forma rápida y efectiva. Pero esa condición es crucial: implica que la IA tendría que igualar la efectividad (y, en lo posible, la calidez) de un buen agente humano, algo que dista de estar garantizado, sobre todo en interacciones complejas o cargadas de emoción. En última instancia, incluso si los asistentes virtuales logran perfeccionarse hasta ese nivel, el elemento humano seguiría siendo un factor diferencial en la experiencia – por la sencilla razón de que hay aspectos de la comunicación y la empatía que ninguna máquina, por avanzada que sea, podrá replicar por completo.
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El desafío para las empresas, entonces, es lograr un equilibrio virtuoso. Muchas organizaciones están invirtiendo sumas considerables en automatización e IA con miras a optimizar sus operaciones. Sin embargo, ser “más inteligente” como empresa no debería significar volverse menos humana. Muy por el contrario: las compañías que incorporan tecnologías avanzadas deben paralelamente invertir en el desarrollo de las habilidades humanas de sus equipos si quieren diferenciarse en un mercado cada vez más homogéneo. La realidad hoy muestra cierta desconexión a este respecto. Según un informe reciente, más del 90% de las empresas planea aumentar sus inversiones en inteligencia artificial en los próximos tres años, pero solo un 28% prevé destinar recursos significativos a programas de capacitación y mejora de habilidades de su personal en ese mismo período. Esta disparidad indica que se está apostando más a las automatizaciones que a las personas, un desequilibrio que podría costar caro en términos de experiencia del cliente. O, por el contrario, una potencial ventaja para el competidor que sepa capitalizar el error estratégico del mercado.
Esta evolución debe empezar desde la alta dirección. En el nuevo entorno, los mejores líderes combinan la fluidez digital con la profundidad humana. Esto significa que, además de comprender y adoptar con rapidez las innovaciones tecnológicas, entienden en qué lugar del circuito operativo de sus organizaciones se deben cultivar cualidades como la empatía, la humildad, la calidez y el relacionamiento humano. En definitiva, reconoce que por más inteligencia artificial que incorpore el negocio, el corazón de la organización sigue latiendo al ritmo de las personas.
La distinción entre un servicio estándar y uno extraordinario podría, de hecho, definirse por la cuota de humanidad que incorpore. No es descartable que en un futuro próximo las empresas lleguen a publicitar abiertamente la atención personal como un valor agregado o, porque no, premium.
La tecnología seguirá avanzando –eso es incuestionable–, pero las compañías que triunfen serán aquellas que sepan usarla para poner a las personas en primer lugar. En un mundo saturado de chatbots y algoritmos, la calidez, la empatía y la atención personalizada se perfilan como el verdadero lujo que los clientes buscarán. Y ese lujo, por fortuna, proviene de algo que ninguna máquina puede reemplazar: nuestra humanidad compartida.
*CEO de Varegos y docente universitario especializado en IA y autor del libro Humanware