La paradoja de la calidad en Latinoamérica: talento e innovación frente a la cultura de la improvisación

En un mundo donde los márgenes de error se estrechan y la reputación se puede perder en horas, no basta con teorizar: se necesita decisión, acción y perseverancia.

Fernando Arrieta*

América Latina vive un momento de tensión entre lo que podría ser y lo que realmente es. La región atesora una reserva de talento extraordinaria, desde emprendedores tecnológicos en Monterrey hasta ingenieros automotrices en Córdoba, pasando por startups de biotecnología en São Paulo y laboratorios de energías limpias en Bogotá. Sin embargo, ese caudal de creatividad tropieza una y otra vez con una misma traba: la improvisación heredada de viejos hábitos, de creencias de que “resolver sobre la marcha” es signo de agilidad. 

En pleno 2025, países como Brasil, México y Argentina acumulan 30.633 certificados ISO 9001 entre los tres, lo que equivale a apenas un 3,7 % del total global, mientras Europa concentra el 40 % de esos sellos. Ese desbalance revela que, sin disciplina y método, la innovación pierde velocidad y, sobre todo, consistencia.

Pretender que la palabra “calidad” salga ilesa de discursos y memorias institucionales es ingenuo. La calidad no es un hashtag de moda ni una etiqueta de marketing: es un sistema vivo que vincula procesos, personas y propósito. Cuando la gestión se fundamenta en normas como ISO 9001, 14001, 45001, 27001 o 37001, se erige un andamiaje que soporta crecimiento, repele el caos y protege reputaciones. Sin embargo, muchas PyMEs y administraciones públicas latinoamericanas siguen interpretando los manuales como libros de historia más que como mapas de ruta. Se recurre a ellos solo cuando el incendio estalla, en lugar de encender las alarmas a tiempo. Esa visión reactiva encierra un costo estratégico: cada error no anticipado se cobra meses de reprocesos, sanciones o, peor aún, pérdida de licitaciones y mercados.

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La evidencia no da lugar a interpretaciones románticas. Invertir en sistemas de gestión certificables ofrece retornos de hasta 8 dólares por cada uno invertido, según estudios globales. En la región, el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) señala que las empresas con certificación tienden a acceder a líneas de crédito con tasas un 20 % más bajas, gracias a una menor percepción de riesgo por parte de los bancos. Más allá de lo financiero, las estadísticas ambientales y sociales dibujan un escenario igualmente contundente: un 10 % promedio de reducción de CO₂ anual en compañías con ISO 14001, caídas de hasta 25 % en incidentes laborales bajo ISO 45001 y, en el ámbito digital, una fracción de la tasa de brechas de seguridad en firmas que implementan ISO 27001 frente a quienes las omiten. Son resultados tangibles que, sin embargo, requieren un salto cultural: un compromiso diario con la disciplina, no como carga, sino como hábito que libera potencia para innovar con previsión.

Aun reconociendo estos beneficios, el mayor obstáculo no es técnico, sino anímico. La cultura de la improvisación tiene raíces profundas: el mito del “malabarista” que apaga fuegos le da a muchos gerentes el rol de héroe de corto plazo, ignorando que los verdaderos logros se construyen con persistencia y método. Reformas regulatorias inconexas, la escasez de formadores certificados y marcos de incentivos dispersos en la región agrandan aún más la brecha. En América Latina, la improvisación se celebra casi como virtud, cuando en rigor debería verse como eximente de responsabilidad. Cada decisión tomada sin evidencia documentada o sin un sistema de revisión es una apuesta al azar con las arcas de la empresa, la seguridad de miles de trabajadores o la confianza de los inversores.
Superar esa paradoja implica entender que calidad e improvisación no son polos opuestos que puedan convivir: son enemigos irreconciliables. 

La calidad exige levantar un “tablero de instrumentos” para monitorear cada paso: índices de defectos, tiempos de respuesta, trazabilidad de materiales, métricas de satisfacción. Ese tablero no es un lujo, es la brújula que asegura que el barco empresarial navegue lejos de los arrecifes. Sin él, cualquier estrategia de crecimiento se convierte en un viaje a la deriva, dependiente de la fortuna más que de la capacidad.

En la última década, el concepto de calidad ha mutado para abarcar no solo confiabilidad de producto o eficiencia de procesos, sino transparencia, sostenibilidad, ética y resiliencia. La trazabilidad en tiempo real, el análisis predictivo basado en inteligencia artificial y la verificación de cadenas de suministro con blockchain son ahora extensiones naturales de los sistemas de gestión. Pero nada de esto funciona sin la mentalidad adecuada: sin directivos que lean los datos y tomen decisiones a partir de ellos, sin equipos que actualicen procedimientos frente a hallazgos de auditoría y sin incentivos alineados con objetivos de mejora continua. Pasar de la improvisación a la cultura de la calidad requiere convertir a cada colaborador en guardián de la excelencia, premiando la prevención tanto como se aplaude la innovación.

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El desafío, por tanto, es doble: consolidar una infraestructura invisible que sostenga cada operación y, al mismo tiempo, reeducar un ecosistema donde la urgencia no desplace a lo estratégico. Gobiernos que integren requisitos de certificación en licitaciones, cámaras empresariales que incentiven programas de formación en normas ISO, universidades que actualicen sus currículos con prácticas de mejora continua y consultoras que acompañen a las PyMEs en procesos de adaptación de bajo costo. Esa sinergia público-privada es la llave para democratizar el acceso a la calidad, evitando que solo las grandes corporaciones puedan blindar sus operaciones.

Los ejemplos de crisis recientes hablan por sí solos: el escándalo de Volkswagen demostró que un solo sistema quebrantado puede desencadenar multas por más de 30.000 millones de euros y erosionar décadas de prestigio de marca. El retiro de 41 millones de vehículos de Takata dejó en claro que omitir controles de calidad implica riesgos que superan con creces cualquier ahorro inicial en pruebas o procesos. Por su parte, episodios de violaciones de datos en empresas que carecían de ISO 27001 pusieron en jaque la privacidad de millones de clientes. Cifras que asustan, pero que deberían impulsar un cambio radical: es menos costoso prevenir que reparar, y la improvisación suele pagar facturas astronómicas.

Aun así, la paradoja latinoamericana invita a un ejercicio de autocrítica y autoconfianza. No partimos de cero: existen casos inspiradores donde gobiernos regionales han integrado higiene digital y protocolos de calidad para desburocratizar trámites y mejorar tiempos de respuesta ciudadana en hasta 50 %. Empresas de alimentación que, tras certificar ISO 22000, redujeron devoluciones por lote defectuoso en un 90 %. Proyectos públicos de energía renovable que aprovechan ISO 50001 para optimizar consumos y rebajar costos operativos un 15 %. Estas historias demuestran que, con voluntad, la región puede activar palancas de competitividad que trasciendan sus propias fronteras.

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La pregunta decisiva es si estamos dispuestos a romper la adicción a la improvisación. Porque, al final, la calidad no impide la innovación; la potencia. No limita la creatividad; la canaliza. No frena el ritmo; lo sostiene. Convertirla en cultura es decidir que cada error se convierta en aprendizaje sistemático, que cada hallazgo de auditoría sea la chispa que encienda un nuevo ciclo de mejora, que cada proceso documentado tienda puentes hacia procesos más avanzados. Esa disciplina es la base sobre la cual América Latina podrá dejar de competir solo por precio y empezar a hacerlo por valor, por confianza y por la certeza de que sus éxitos no pasarán con el primer embate de la complejidad global.

Más allá de manuales o slogans, la transformación exige modelos vivos, palpables, liderados desde la cúpula y adoptados en cada planta, cada oficina y cada taller. Implica medir, revisar y ajustar sin tregua, pero también celebrar cada avance, por pequeño que sea, y visibilizarlo como parte de un logro colectivo. En un mundo donde los márgenes de error se estrechan y la reputación se puede perder en horas, no basta con teorizar: se necesita decisión, acción y perseverancia. Dejar de improvisar no es renunciar a la velocidad, sino garantizar que cada acelerón sea firme y seguro.

En suma, la paradoja de la calidad en Latinoamérica no es un obstáculo infranqueable, sino un espejo que nos muestra dos rutas: mantenernos en la improvisación que nos ha traído hasta aquí o abrazar la disciplina que nos llevará más allá. El talento y la innovación están; el reto es construir la disciplina de la calidad como hábito colectivo. Eso convertirá la promesa de crecimiento en resultados tangibles, y cambiará para siempre el destino de nuestra región.

*Director Regional de G-CERTI Global Certification